Entro en el centro comercial y enseguida doy con ellas. Tienen el mismo aspecto de siempre, a pesar de que han transcurrido casi tres años desde la última vez que nos vimos. Al principio, nos sentimos un poco cohibidas y nos abrazamos torpemente por culpa del famoso virus, en cierto modo es como si estuviéramos cometiendo una infracción al acercar tanto nuestros cuerpos, pero nuestro deseo de mostrar afecto es aún más fuerte. En el vestíbulo alguien toca un piano. Es una mujer mayor, que desliza los dedos sobre las teclas sin prestar atención a la gente que tiene a su alrededor. Contemplo la escena y me embarga un sentimiento de irrealidad. Esa música que se une a nuestros abrazos y saludos es la banda sonora de nuestro reencuentro.
¿Cómo estás? ¡Cuánto tiempo! Charlamos brevemente y nos dirigimos a nuestro antiguo restaurante, el del precio económico. Al pasar al comedor, nos enfrentamos por primera vez a los cambios que se han operado en su interior: las sillas, las mesas, las paredes… todo es diferente, pero resulta elegante y bonito. Luego buscamos nuestra mesa y nos sentamos cerca de la pared de cristal como hacíamos antes, ellas de espaldas y yo de frente. Sobre la mesa reposa el tarjetón del menú. ¡Vaya!, los platos también han cambiado, pero no solo eso, ¡son más caros! A ver, ¿qué te parece esta hamburguesa con verdura? Una de mis amigas repara en la tableta que hay a un lado de la mesa y nos dice que tenemos que hacer uso de ella para pedir nuestra comida. Nos lanzamos miradas interrogantes. ¿Esto cómo se utiliza? Levanto la mano y llamo a una camarera. Es joven y tiene una apariencia algo adusta, pero con paciencia nos explica todos los pasos que hemos de dar: primero buscar el plato, luego apretar este botón, pasar a la siguiente pantalla y… ¡ya está! Nos reímos como niñas, pero ¡cómo han cambiado las cosas! Poco después llega un camarero con uno de los platos y a continuación… ¡mira!, me dicen mis amigas. A mi izquierda se ha parado un robot con cara de gato que trae las otras bandejas de comida, una encima de otra. Me levanto y las retiro, y el robot se aleja deslizándose suavemente con una musiquilla que anuncia su paso. ¡Qué bonito juguete! No me importaría tener uno en casa, estoy segura de que acabaría hablando con él.
Es el momento de quitarse la mascarilla. Lo hago con aprensión porque no consigo deshacerme del miedo al contagio, me siento vulnerable sin ella. Pero ese temor no tarda mucho en desaparecer. Charlamos largo y tendido como antes, casi, casi como antes, porque nuestras vidas han cambiado: la familia, el trabajo, la rutina, las personas que se marcharon… He estado muchas veces en este espacio, estoy en él, pero ahora me resulta ajeno y distante. Tengo la impresión de haber perdido algo muy importante en estos tres años. Algo que se fue para siempre. Recuerdo que en el pasado hablábamos continuamente de nuestro futuro, planeábamos y discutíamos mucho sobre él. Sin embargo, lo que yo había percibido como lejano y lleno de promesas está a punto de engullirnos. En ese futuro ya no hay inocencia ni esperanza, ni tampoco una completa felicidad. Es posible que hayamos llegado al final de nuestro camino. Sonrío. Una aguja se clava en mi carne poco a poco como el alfiler de un faquir y la atraviesa sin detenerse hasta el corazón. Es un dolor seco, sin lágrimas.
Miro el reloj. La sobremesa ha durado varias horas, deberíamos irnos. La camarera que nos había atendido se acerca y nos dice educadamente que deberíamos dejar la mesa libre si no vamos a consumir nada más. Nos levantamos de un salto y recogemos nuestros bolsos con premura. Ciertamente todo ha cambiado. ¿Nos vemos el mes que viene? ¡Por supuesto!