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Hierba dorada

Un viento cálido y furioso golpea las contraventanas metálicas y levanta las cortinas. De repente entra de improviso y cierra la puerta de la habitación de un golpe. ¿Qué quiere este viento nervioso que parece llamarme? Me acerco a la ventana y contemplo un paisaje bañado por una luz pálida y amarilla, bajo un cielo de color indefinido que no es gris, ni blanco, ni azul.

La hierba seca, que ha permanecido durante todo el invierno, está siendo sacudida, sin piedad, por esta fuerza de la naturaleza, que quiere dar paso a la vida nueva que empuja desde el interior de la tierra. Y después, ¿qué pasará? ¿qué será de la hierba dorada cuando un manto verde la sepulte? ¿Dejará de existir? ¿Se transformará en algo que no recuerde el calor de los rayos del sol, ni la fría escarcha que ablandaba su piel? ¿Olvidará al pajarito que se posó en su tallo, o el soplo de una brisa amable? Si es así, su esencia, lo que ella fue, desaparecerá y será como si nunca hubiera existido. La hierba dorada que hoy miro desde mi ventana se irá para siempre.

Oscuros pensamientos

La luz de la mañana se cuela por los resquicios de la puerta y de la ventana. Tengo frío debajo de los edredones. Miro el reloj y después cierro los ojos. Y dejo que mis pensamientos me despierten poco a poco perezosamente. Esto no es lo que tenía previsto hoy. Quería levantarme temprano y hacer algo de gimnasia, quería levantarme siendo productiva, pero no me muevo. Las ideas me retienen en la cama y calientan mi alma. Escudriño el pasado y recuerdo sensaciones dolorosas provocadas por una persona que ya no existe. Le gustaba lanzar palabras cargadas de veneno y exigir una empatía que ella no era capaz de sentir. Pero también era amada por otros. Ángel y demonio, todo en uno. Dicen que es positivo analizar lo que nos produce dolor para comprenderlo mejor; tal vez si lo desmenuzo en trocitos pequeños e insignificantes pierda su valor originario. Pese a eso, a mis buenas intenciones, esta mañana soy incapaz de tal proeza, la rabia y la frustración me dominan. Olvidar es otro camino, me digo, también difícil y con numerosos obstáculos; podría guardar por un tiempo mi ira y mi desconcierto en el cesto de los malos pensamientos y seguir viviendo un poquito más. No más pensamientos oscuros en este día.

Me levanto de la cama de un tirón y abro las ventanas. El sol y el frío me despiertan por completo. Ahora contemplo el presente. En el jardín hay una capa de hielo que se está derritiendo rápidamente bajo los rayos del sol y en la calle una señora pasea con su perrito. El animal no quiere avanzar y la señora tira de él. Al principio no la reconozco. Es una mujer mayor de pelo oscuro y lacio con el rostro envejecido. Luego caigo en la cuenta de que es mi vecina. La he saludado muchas veces, siempre con prisas, y no me he detenido en sus ojos ni en su expresión desde hace mucho tiempo. Ella ha cambiado, y yo también.

El cabello de mi vecina

La señora Ushiyama me ha traído el boletín de la comunidad de vecinos. Como de costumbre, ha sido muy amable conmigo. Me ha sorprendido verla con el pelo corto. Estuve a punto de comentárselo, pero mis palabras murieron en mi garganta por un extraño temor y solo acerté a emitir una ligera exhalación. No hace mucho, la señora Ushiyama lucía una larga y rizada melena, plagada de vetas grises, que se derramaba sobre su pequeña figura como una selva descontrolada. Cada vez que la contemplaba me venían imágenes de brujas con sombreros puntiagudos y escobas voladoras. Pero no siempre fue así. Cuando la conocí, hace ya muchos años, tenía el aspecto de ahora, rasurado y pulcro. En aquel lejano día de primavera en que nos vimos por primera vez, yo estaba sentada en el jardín y observaba con interés, y deleite, todo el paisaje que había a mi alrededor: el bosque frondoso y verde bajo el cielo azul, el paso tranquilo de los coches, las lagartijas que tomaban el sol muy cerca de mí… Nada enturbiaba la paz de ese momento. Y de repente apareció ella en bicicleta y, por alguna razón que aún desconozco, su mirada se deslizó a través de los barrotes de la valla del jardín y se posó sobre mí. Mientras pedaleaba no dejó de mirarme ni un instante con ojos curiosos y desvergonzados, hasta que desapareció al doblar la esquina. ¿Había oído hablar de mí? ¿O solo fue una casualidad? Durante esos segundos de severo escrutinio me había sentido terriblemente ofendida por su mala educación. Pensé que era una señora muy cotilla. Sin embargo, tras aquel primer y poco afortunado encuentro, nuestra relación posterior siempre fue cordial. Ella no me rehuía como otras vecinas, que no sabían cómo actuar ante una extranjera, y no dudaba en saludarme incluso aunque se encontrase a bastante distancia de mí. Cuántas veces escuché su voz llamándome a lo lejos cuando iba montada en su bicicleta… Así que su impertinente curiosidad dejó de molestarme. Un día alguien me comentó que su marido había sufrido un accidente y que desde entonces se encontraba ingresado en un hospital. Lo sentí mucho por ella, pero nunca me atreví a preguntarle por el estado de salud de su esposo por miedo a no saber escoger las palabras adecuadas y porque nuestra relación, al fin y al cabo, solo se limitaba a ofrecer un saludo y hablar del tiempo. Jamás hablamos de cuestiones personales. A veces, cuando volvía a casa, después de mi caminata mañanera, coincidía con ella por la calle y charlábamos brevemente. Fue en una de estas ocasiones cuando me di cuenta de que su cabello estaba creciendo. No le di la menor importancia. Sabía que se había jubilado y que había dejado de trabajar en el supermercado del barrio. Ya no necesitaba presentar una apariencia impecable de sí misma, ni rendir cuentas a un supervisor. Luego, llegó el coronavirus y dejé de verla durante un tiempo. Por eso mi sorpresa fue mayúscula cuando me la encontré en la oficina de Correos el verano pasado. Su pelo se había convertido en una masa rebelde de rizos que le llegaban hasta la cintura. ¿A qué se debía ese cambio de imagen tan radical? ¿Podría estar relacionado con la situación de su esposo? En el santuario al que yo solía acudir había visto a varias señoras dar vueltas alrededor de una piedra para pedir un deseo, quizás el cabello largo tuviera un significado simbólico. Pero ahora lo tenía corto, ¿por qué? ¿Habrá ocurrido alguna desgracia? O tal vez fuera por otra razón muy distinta. En Japón es raro encontrar a personas con el cabello rizado, se sale de lo común, y eso es casi un pecado en este país que tiene como meta la uniformidad absoluta. Mi vecina, a lo largo de su vida, ha debido de sufrir las consecuencias de su singularidad, de esa diferencia que la ha hecho destacar sobre el resto. Ella, cuando trabajaba como cajera del súper, debía ser una más dentro del grupo de empleadas y pasar desapercibida. Sus largos rizos habrían desentonado en un paisaje de cabelleras negras y lacias, y, sobre todo, habrían atraído la atención de los clientes, que solo debían fijarse en unas manos que pasan artículos por el escáner. ¿La jubilación le abrió las puertas para ser ella misma? ¿Se dejó el pelo largo para proclamar su naturaleza? «Esta soy yo, mirad mi largo cabello rizado. No lo voy a esconder nunca más». Me gustaría pensar que es esto último y que finalmente ha decidido deshacerse de su larga melena porque, una vez pregonada su particular condición, se ha hartado de lidiar con algo tan indomable y salvaje.

Nostalgia

Nostalgia viene a visitarme todos los días. Nunca escucho sus pasos, se acerca a mí sigilosamente cuando me envuelve la música o veo una película, cuando detengo la mirada en un objeto o, incluso, cuando estoy inmersa en una actividad que me agota. Entonces, ella me acaricia los ojos con su aliento, y su aroma, vago e indefinible, me produce un cosquilleo en la nariz. ¡Ven!, me dice, y tira de mi mano. Podría taparme los oídos o correr para apartarla de mí, pero no pongo ninguna resistencia. Ella me promete un mundo de luz y alegría, y yo quiero creerla. Nostalgia conoce bien el camino, me conduce hasta el umbral de otro tiempo y mi corazón palpita agitado ante lo que está a punto de percibir. Entonces, cierro los ojos con fuerza y libero mis sentidos. ¡Quiero tocar, quiero ver, quiero volver a respirar el mismo aire de antaño! Mis manos buscan, desesperadas, aferrarse a las imágenes que resplandecen en un lugar recóndito de mi memoria, pero no hay materia que puedan agarrar, no hay calor que puedan sentir; se desvanecen, se alejan, se convierten en aire a pesar de mis lágrimas. La luz se hace oscuridad, y luego no hay nada.

Nostalgia viene a visitarme todos los días. Hoy también. La noto a mi lado, asiendo mi mano de nuevo, susurrando promesas. Ella es mi amiga y me enemiga. Mi deseo y mi desesperanza. Ella me trae un dolor, que no quiero olvidar.

Bienestar

Hay bellotas en el camino que baja hasta el parque. Al pisarlas crujen debajo de mis zapatillas y se rompen en pedazos. El aire frío penetra en mis pulmones y me infunde vigor. En el estanque nadan unos patos entre la niebla de vapor. Me detengo y los contemplo. Algunos chapotean ruidosamente en esas aguas brillantes y otros agitan sus alas y se persiguen con aparente enojo. Todavía hay seitaka en la orilla. Si esta flor es hermosa, si inunda el paisaje de un alegre color amarillo, ¿por qué hay que destruirla? Más adelante, en la zona de juegos, un grupo de personas hace gimnasia con radio taiso. Les echo un vistazo, los conozco, son los de siempre. Enseguida dejan de ejercitarse y rompen el círculo que habían formado. Se ríen y se sienten satisfechos porque han cumplido con su deber matutino. Unos se marchan, y otros deciden permanecer un ratito más para cantar canciones tradicionales al compás de sus manos. Me pongo la mascarilla que llevo dentro del bolsillo porque alguien se acerca y me dirijo al campo de béisbol. Las hojas rojas y doradas de los liquidámbar rodean el campo como un anillo de fuego. En un su interior hay un jugador que rastrilla la pista con parsimonia. Hoy habrá partido, es domingo. Al subir la cuesta, después de salir del parque, me fijo en las nubes que dejan hilos lechosos sobre el cielo azul claro. Las copas verdes de los árboles contrastan con este cielo de ensueño. Más allá, una lengua de niebla reposa entre las montañas del valle. Cuando cruzo de nuevo el parque, observo que las pistas de tenis están a rebosar. Algunos esperan su turno, sentados en las gradas de piedra. Rebotan las pelotas y los jugadores jadean felices. Un aroma llega hasta mí, sutil. Surge de un arbusto con pequeñas flores blancas. Respiro hondo. Perfume, aire frío, colores. Estoy bien.

El reencuentro

Entro en el centro comercial y enseguida doy con ellas. Tienen el mismo aspecto de siempre, a pesar de que han transcurrido casi tres años desde la última vez que nos vimos. Al principio, nos sentimos un poco cohibidas y nos abrazamos torpemente por culpa del famoso virus, en cierto modo es como si estuviéramos cometiendo una infracción al acercar tanto nuestros cuerpos, pero nuestro deseo de mostrar afecto es aún más fuerte. En el vestíbulo alguien toca un piano. Es una mujer mayor, que desliza los dedos sobre las teclas sin prestar atención a la gente que tiene a su alrededor. Contemplo la escena y me embarga un sentimiento de irrealidad. Esa música que se une a nuestros abrazos y saludos es la banda sonora de nuestro reencuentro.

¿Cómo estás? ¡Cuánto tiempo! Charlamos brevemente y nos dirigimos a nuestro antiguo restaurante, el del precio económico. Al pasar al comedor, nos enfrentamos por primera vez a los cambios que se han operado en su interior: las sillas, las mesas, las paredes… todo es diferente, pero resulta elegante y bonito. Luego buscamos nuestra mesa y nos sentamos cerca de la pared de cristal como hacíamos antes, ellas de espaldas y yo de frente. Sobre la mesa reposa el tarjetón del menú. ¡Vaya!, los platos también han cambiado, pero no solo eso, ¡son más caros! A ver, ¿qué te parece esta hamburguesa con verdura? Una de mis amigas repara en la tableta que hay a un lado de la mesa y nos dice que tenemos que hacer uso de ella para pedir nuestra comida. Nos lanzamos miradas interrogantes. ¿Esto cómo se utiliza? Levanto la mano y llamo a una camarera. Es joven y tiene una apariencia algo adusta, pero con paciencia nos explica todos los pasos que hemos de dar: primero buscar el plato, luego apretar este botón, pasar a la siguiente pantalla y… ¡ya está! Nos reímos como niñas, pero ¡cómo han cambiado las cosas! Poco después llega un camarero con uno de los platos y a continuación… ¡mira!, me dicen mis amigas. A mi izquierda se ha parado un robot con cara de gato que trae las otras bandejas de comida, una encima de otra. Me levanto y las retiro, y el robot se aleja deslizándose suavemente con una musiquilla que anuncia su paso. ¡Qué bonito juguete! No me importaría tener uno en casa, estoy segura de que acabaría hablando con él.

Es el momento de quitarse la mascarilla. Lo hago con aprensión porque no consigo deshacerme del miedo al contagio, me siento vulnerable sin ella. Pero ese temor no tarda mucho en desaparecer. Charlamos largo y tendido como antes, casi, casi como antes, porque nuestras vidas han cambiado: la familia, el trabajo, la rutina, las personas que se marcharon… He estado muchas veces en este espacio, estoy en él, pero ahora me resulta ajeno y distante. Tengo la impresión de haber perdido algo muy importante en estos tres años. Algo que se fue para siempre. Recuerdo que en el pasado hablábamos continuamente de nuestro futuro, planeábamos y discutíamos mucho sobre él. Sin embargo, lo que yo había percibido como lejano y lleno de promesas está a punto de engullirnos. En ese futuro ya no hay inocencia ni esperanza, ni tampoco una completa felicidad. Es posible que hayamos llegado al final de nuestro camino. Sonrío. Una aguja se clava en mi carne poco a poco como el alfiler de un faquir y la atraviesa sin detenerse hasta el corazón. Es un dolor seco, sin lágrimas.

Miro el reloj. La sobremesa ha durado varias horas, deberíamos irnos. La camarera que nos había atendido se acerca y nos dice educadamente que deberíamos dejar la mesa libre si no vamos a consumir nada más. Nos levantamos de un salto y recogemos nuestros bolsos con premura. Ciertamente todo ha cambiado. ¿Nos vemos el mes que viene? ¡Por supuesto!

Superstición

Ha florecido en mi jardín un ramillete de flores Higanbana. No sé cuándo, ni cómo, pero allí estaban sobre la hierba mostrando su belleza perfecta y fría. En cuanto las he visto he tenido un sentimiento de inquietud. Esta flor está asociada a la muerte. ¿Qué debería hacer? Mi primer impulso ha sido arrancarlas de la tierra para que no volvieran a aparecer nunca más. Me he puesto en cuclillas y las he contemplado: acariciadas por el sol caliente de otoño, se mecían con la suave brisa, tan hermosas y ajenas a mi deseo de destrucción. ¿Soy capaz de quitar una vida por culpa de una leyenda, un cuento, una superstición? La naturaleza me ha dado esta ofrenda, una flor nacida de manera espontánea que a pesar de todas las dificultades ha conseguido florecer y hacer que su vida sea totalmente plena.

No, no voy a ser controlada por ninguna creencia.

Otro más

Anoche me desperté por un terremoto. La sacudida me sacó de mi sueño y fui consciente de cómo se movía toda la habitación. Pero no me alteré, ni me asusté. Con los ojos cerrados, esperé pacientemente a que cesaran los temblores y cuando mi cama dejó de moverse, miré el reloj de mi mesilla de noche: eran más de las tres y media. Luego me di la vuelta y seguí durmiendo.

La primera vez que sentí un terremoto también estaba en la cama, despierta, a punto de apagar las luces. La lámpara del techo se movió de un lado a otro peligrosamente encima de mi cabeza y yo me quedé petrificada de miedo sin saber qué hacer. Después tardé mucho en calmarme, cualquier ruido podía ser el preámbulo de otro temblor. ¿Por qué anoche no tuve miedo? Siempre me he asustado cuando se produce uno de esos temblores, incluso he soltado algunas lágrimas de terror. Tal vez estaba demasiado cansada para prestarle atención a un terremoto inoportuno que tenía la desfachatez de molestar mi descanso, o, simplemente, he aprendido a vivir con ese temor, igual que vivo sabiendo que estoy rodeada de innumerables peligros.

En el ascensor

Me levanto cansada cada día por culpa del calor. Hoy he podido desayunar sin tener que encender el aparato de aire acondicionado, pero los grados suben y el aire se vuelve más húmedo y caliente, así que finalmente acabo por cerrar las ventanas y las puertas. Este verano el calor se ha convertido en el invitado pesado que no entiende que ha llegado la hora de marcharse. Quisiera echarlo a patadas y no volver a verlo en mucho tiempo. Pero aquí sigue, torturándome cada día y exprimiéndome como una fruta a la que se le saca todo su jugo. Hace unos días, precisamente, el calor fue el tema de una conversación muy, muy breve.

Yo había terminado de hacer mis compras en el súper y me dirigía al ascensor del centro comercial. Las puertas estaban abiertas. De repente una señora puso el pie dentro, y yo, ante el temor de que el ascensor se fuera sin mí, apreté el pasó y empujé con fuerza mi carrito de la compra. La señora, una mujer de mediana edad, no muy alta, escuchó que alguien decía “sumimasen” desde el exterior y esperó pacientemente. En cuanto las puertas se cerraron, ella, sin más preámbulos, me dirigió la palabra e hizo un comentario sobre el gran número de personas que había ese día en la tienda (era un lunes y no había ninguna oferta especial). La miré sorprendida. No es corriente que un desconocido te dirija la palabra en el ascensor; por lo general, todos guardamos silencio hasta llegar a nuestra planta. Si hay algún bebé a veces se le hace alguna carantoña, pero rara vez. Lo usual es estar callados e ignorarnos los unos a los otros. Me pregunté si la mujer había observado que era extranjera, tal vez no lo había notado por culpa de la mascarilla que cubría casi todo mi rostro —en más de una ocasión he soportado la mirada curiosa de unos ojos que intentaban descubrir quién se ocultaba detrás de ella— . Sé por experiencia que los japoneses no se sienten cómodos cuando tienen que entablar una conversación con alguien de fuera. Creen que tienen el deber moral de hablar en inglés, un idioma que apenas dominan, y para no meterse en un campo de minas prefieren hacerse los suecos. Tal vez, pensé, como estaba de espaldas cuando entré en el ascensor, no se dio cuenta. En cuanto suelte mis primeras palabras será consciente de su error. Como es de rigor en estos casos, recurrí al socorrido tema del clima para continuar con la conversación.

—Hace muchísimo calor. Un día y otro, y otro…

Pero ella no pareció sorprenderse, todo lo contrario, me dio la razón entusiasmada:

—¡Sí, hace un calor insufrible!—me dijo echándome un vistazo—, y las dos, como dos viejas conocidas, asentimos con la cabeza y sonreímos. Por unos segundos me olvidé de que estaba en un país que no era el mío y que mi acento era diferente; sentí que una especie de hilo invisible nos unía la una a la otra y que solo éramos dos mujeres que compartían la misma opinión.

Las puertas se abrieron y nos dijimos adiós.

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