Ella está sentada sobre un tiesto y sus pies pisan una alfombra de hojas secas y pequeños tallos verdes. Viste como una princesa de cuento, pero alguien pintó toscamente sus ropajes con colores chillones y aguados, y tiene el aspecto de una cenicienta kitsch que acaba de sentarse para descansar. Algo la aflige. Mira sin ver, totalmente perdida en sus pensamientos, con una mano en el pecho y la otra sujetando fuertemente la falda de su vestido. No parece darse cuenta de que la primavera ha entrado de puntillas y le ha regalado un ramillete de narcisos que hace juego con su atuendo. En cualquier momento algo romperá el hechizo que la tiene congelada, parpadeará y será consciente de dónde se encuentra. ¿Qué hará cuando note mi presencia, mis ojos clavados en su figura? Durante unos segundos no será capaz de moverse por la sorpresa y luego correrá buscando un refugio, tal vez detrás de aquel enanito rojo que sonríe afablemente. Pero no quiero asustarla ni que huya de mí. Quiero tomar sus manos entre las mías y preguntarle la razón de su pesar, y, si nos hacemos amigas, poder pintar de nuevo su ropa con colores hermosos y elegantes, quitarle ese ridículo lazo rojo de su cabello y arreglar sus castaños tirabuzones. Todo eso haría por ella. Sin embargo, en modo alguno alteraría el azul cielo de sus ojos que muestran su alma.
Ella permanece inmutable, pero ahora veo que frunce el ceño y que hay más tristeza en la profundidad de sus ojos. ¿Seré yo la culpable de este cambio? ¿Habré perturbado su apacible dolor?
Matilda, los libros y otras cosas
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