Me levanto cansada cada día por culpa del calor. Hoy he podido desayunar sin tener que encender el aparato de aire acondicionado, pero los grados suben y el aire se vuelve más húmedo y caliente, así que finalmente acabo por cerrar las ventanas y las puertas. Este verano el calor se ha convertido en el invitado pesado que no entiende que ha llegado la hora de marcharse. Quisiera echarlo a patadas y no volver a verlo en mucho tiempo. Pero aquí sigue, torturándome cada día y exprimiéndome como una fruta a la que se le saca todo su jugo. Hace unos días, precisamente, el calor fue el tema de una conversación muy, muy breve.
Yo había terminado de hacer mis compras en el súper y me dirigía al ascensor del centro comercial. Las puertas estaban abiertas. De repente una señora puso el pie dentro, y yo, ante el temor de que el ascensor se fuera sin mí, apreté el pasó y empujé con fuerza mi carrito de la compra. La señora, una mujer de mediana edad, no muy alta, escuchó que alguien decía “sumimasen” desde el exterior y esperó pacientemente. En cuanto las puertas se cerraron, ella, sin más preámbulos, me dirigió la palabra e hizo un comentario sobre el gran número de personas que había ese día en la tienda (era un lunes y no había ninguna oferta especial). La miré sorprendida. No es corriente que un desconocido te dirija la palabra en el ascensor; por lo general, todos guardamos silencio hasta llegar a nuestra planta. Si hay algún bebé a veces se le hace alguna carantoña, pero rara vez. Lo usual es estar callados e ignorarnos los unos a los otros. Me pregunté si la mujer había observado que era extranjera, tal vez no lo había notado por culpa de la mascarilla que cubría casi todo mi rostro —en más de una ocasión he soportado la mirada curiosa de unos ojos que intentaban descubrir quién se ocultaba detrás de ella— . Sé por experiencia que los japoneses no se sienten cómodos cuando tienen que entablar una conversación con alguien de fuera. Creen que tienen el deber moral de hablar en inglés, un idioma que apenas dominan, y para no meterse en un campo de minas prefieren hacerse los suecos. Tal vez, pensé, como estaba de espaldas cuando entré en el ascensor, no se dio cuenta. En cuanto suelte mis primeras palabras será consciente de su error. Como es de rigor en estos casos, recurrí al socorrido tema del clima para continuar con la conversación.
—Hace muchísimo calor. Un día y otro, y otro…
Pero ella no pareció sorprenderse, todo lo contrario, me dio la razón entusiasmada:
—¡Sí, hace un calor insufrible!—me dijo echándome un vistazo—, y las dos, como dos viejas conocidas, asentimos con la cabeza y sonreímos. Por unos segundos me olvidé de que estaba en un país que no era el mío y que mi acento era diferente; sentí que una especie de hilo invisible nos unía la una a la otra y que solo éramos dos mujeres que compartían la misma opinión.
Las puertas se abrieron y nos dijimos adiós.
Matilda, los libros y otras cosas
y todo lo que se me ocurra