Encontré, en uno de los cajones del armario, mi agenda del año pasado. La había guardado para no verla más, avergonzada por la historia que contaba en ella. Pero, después de releerla despacio, empecé a ver aquel asunto con otros ojos. Una experiencia tan curiosa y fuera de lo común debía ser transmitida y no escondida en un cajón.
Hace un mes, cuando echaba un vistazo al periódico gratuito de mi ciudad, me encontré con un artículo muy interesante que me hizo levantar las cejas con incredulidad. Hablaba sobre como una señora —a partir de una idea que se le había ocurrido— había creado un producto tan novedoso como extraño: una crema de manos que tenía el aroma de las almohadillas de las patas de los gatitos… ¿Cómo?
Enseguida me picó la curiosidad. ¿Qué efluvios aromáticos desprenden las patas de un gato? Ignoraba que estos bellos animalitos tuvieran todo un repertorio de diferentes olores, pero luego descubrí, buscando en Internet, que los gatos, al sudar por las almohadillas de sus patas, segregaban una esencia que les servía para marcar territorio. Cuando acabé de leer esto, no pude evitar sentir la necesidad imperiosa de encontrar un felino para olisquerlo bien, de cabo a rabo. Pero no, no había ninguno por los alrededores…
En el periódico no se especificaba el nombre de este ungüento tan original, pero sí el nombre de la empresa. En su sitio web, se vendía la crema como un producto especialmente elaborado para los verdaderos amantes de los gatos. La tenían en varios colores, en unos bonitos envases de color pastel, con la cara de un gatito que, muy mimoso, levantaba una de sus patas. Aunque no era muy barata, ¡no pude resistir la tentación de darle al botón de compra!
Unos días después ya la tenía en casa. ¡Qué felicidad cuando vi la figura del precioso gato estampada en el envase! Con mucho cuidado levanté la tapa, y un sutil perfume llegó hasta mi nariz. En un santiamén mi alegría desapareció por arte de magia. ¡Pero si la crema olía a mantequilla!
Estaba tan desilusionada que cerré el bote de un golpe y lo guardé en el fondo de un cajón para perderlo de vista. Sin embargo, una vez que me calmé, pensando en el dinero que me había gastado tontamente, abrí el cajón muy despacio, extraje la crema y la coloqué encima de una mesa. Pasé varios minutos contemplando la cabeza del gatito, que me miraba con ojos lastimeros. Finalmente, resignada, destapé el envase y tomé una pequeña cantidad de crema entre mis dedos. Luego comencé a untármela en las manos dándome pequeños masajes y… no parecía tan mala. Pude apreciar que mis manos adquirían una suavidad parecida a la seda y que exhalaban un olorcillo rico y jugoso. ¿Qué había ocurrido? No podía dejar de pasarme las manos por la cara para sentir esa suavidad una y otra vez.
Desde entonces me la aplico todas las mañanas antes de comenzar la jornada. Aunque lo cierto es que últimamente, durante el día, no me apetece hacer nada y solo quiero acurrucarme y dormir placenteramente. A veces, cuando llega la noche, una inusual energía me empuja a moverme y a hacer cualquier actividad que antes me había parecido indeseable; incluso —y esto es un secreto— hubo más de una ocasión en la que me dieron ganas de dar una vuelta por las oscuras calles de la ciudad…
Ahora mi vida ya no es la misma. Cada día, como un ritual, embadurno mi piel con mi perfumada crema, pausadamente, sin prisas, dejando que el tiempo transcurra lentamente. Me gusta hacerlo cerca de la ventana, acariciada por el sol de la mañana, mientras vigilo, con disimulo, el mundo que hay en el exterior. ¿Por qué antes no me había dado cuenta de que los días podían ser tan deliciosos?
Pero en casa no están contentos conmigo. Dicen que actúo como una egoísta, que solo pienso en mis necesidades. No los entiendo. Deberían estar felices, ¡mi felicidad es su felicidad! Creo que están molestos conmigo porque han recibido algún que otro arañacito de nada cuando intentan despertarme de una de mis maravillosas siestas.
Hablando de siestas, creo que me voy a echar una… ¡Miaaaau!